Άποψη πόλης από ψηλά

CONTRAPRESTACIÓN [Ισπανικά]

       Ayer volví a pasar por mi antiguo barrio. Donde el autobús urbano gira a la derecha cuesta arriba y acelera revolucionando el motor, se encuentra la casa donde crecí. Han colocado un letrero afuera: «Empresa constructora Zanos no-sé-qué».
         Estoy parado en la acera de enfrente, junto a aquel terreno que lleva toda la vida cubierto de maleza, y observo nuestra antigua casa. Resulta que no es tan grande como pensaba al evocarla, ni tan alta como parecía a mis ojos de niño. Es blanca, de dos pisos, con un pequeño patio de cara a la calle principal. Su espesa sombra la acaparaba el maduro y fornido ciruelo de jardín con sus frutos de un intenso púrpura, ligeramente ácidos. De pequeños lo conocíamos como «ciruelo-cerezo» y en el colegio lo aprendimos también como «ciruelo mirobolano». Tan intenso fue durante años el regusto que dejaban sus frutos que, cuando se precipitaban con estruendo hacia el suelo, ni siquiera las recogíamos y se desperdigaban por todas partes, apoderándose por completo de nuestro pequeño mundo en nuestro pequeño patio.
         Durante muchos años, la mitad de la planta baja de la casa fue una panadería. La llevaba una mujer diminuta con una particular voz nasal, Beti, que tenía un apodo cariñoso en modesta referencia a su malformación ósea, Beti la Jorobadita.
         Dejo atrás la verja del patio y el ya arrugado tronco del árbol. En dos zancadas llego a la puerta principal de hierro con su gran cristalera, evitando pisar las carnosas drupas que se descomponen con solemnidad en la tierra.
         En la entrada, un lirio metálico cuelga del cerrojo y de este cuelga, a su vez, la llave, la grande. En la esquina del cuadro de la luz, dentro de una cazuela de barro, de las que se usan para hornear el youvetsi o para servir el yogur griego casero, hay una linterna por si se va la luz. En el camino estrecho que va desde la puerta hasta los primeros escalones, aparco la vespa. Todavía se aprecian en las baldosas los agujeros y el suelo gastado por la patilla.
        A derecha e izquierda, en las paredes, trabajos de calcografía con las dos técnicas básicas que aprendimos en la asociación cultural Macriyanis. Una era la de grabado en relieve, con relleno de escayola. La otra, de vaciado y decorada con esmaltes de colores vistosos. Una alternancia de superficies cóncavas y convexas en un mismo trabajo, que, sin embargo, tienen algo en común: se pulen después de pasarlas por bromuro de potasio; como advierte la propia etimología de la palabra (del griego βρῶμος, ‘fetidez’), dos fragmentos de piedras minerales en una botella de plástico con un auténtico olor a alcantarilla.
         Subo los escalones y llego a la entrada principal de la casa. En el timbre me encuentro atornillada la placa en la que, con una artística fuente de letra, consta el nombre completo del propietario y su título profesional. Entro al vestíbulo con los armarios empotrados, un elemento vanguardista del diseño de interiores para la época. El parqué cruje con cada uno de mis pasos. Aquí está mi dormitorio, con su sillón reclinable y el cobertor de lana a modo de cama, bicolor, con una raya central de color café entre dos blancas. Sobre todo, me gusta el punto en el que se ahueca el cojín de la espalda cuando se hunde —la expresión «ir como anillo al dedo» se escribió para este cojín— mientras veo en blanco y negro Losángeles de Charlie y Raíces, con Kunta Kinte. Por la noche, cuando me tumbo y todo se queda en calma, escucho la carcoma alimentarse de la madera e intento localizar el punto exacto del suelo de donde procede el sonido del insecto.

      En el salón, el abuelo y papá discuten acaloradamente delante de la televisión. El abuelo, refugiado griego de Asia Menor y, en otro tiempo, venicelista convencido, actualmente karamanlista, votante indefectible del dios Karamanlís. Papá, por su parte, comunista, consecuente con sus principios hasta el final: sin posesión de tierras. Desacreditan y divinizan alternativamente al Gran Timonel del parlamento que entra con cuello alto a la sala.
        —¡Hombre! ¡Bienvenido sea mi pachá! —me recibe el abuelo.
      —¿Ahora salimos? Hoy te tocaba de tarde, ¿no? No te preocupes, dentro de poco se suprimirá también la doble jornada. Lo estábamos viendo ahora en el parlamento. Andreas, además de eso, también va a dejar la semana escolar en cinco días, en vez de los seis de ahora. Venga, ve a la cocina a picar algo, que te están esperando —me da la bienvenida Padre.
       En la cocina, con su pesada mesa monasterial, la abuela y mamá charlan como madre e hija. Me esperan con los brazos abiertos desde hace rato, mientras mi hermano, un chiquillo de pelo rizado, nervioso y vivaz, corretea por todas las habitaciones con una ciruela violeta en la boca, mondada de las afiladas raicitas de sus dientes de leche.
       Y yo sigo plantado como una estatua de mármol en el terreno lleno de maleza de en frente, mirando nuestra antigua casa, la casa donde crecí, poco antes de ser derruida por la nueva ley de contraprestación en la construcción. Escucho cómo me llama en silencio desde los cimientos, como cuando mi Hermano y yo lijamos las paredes con Padre para pegar el nuevo papel pintado, el de los meandros helicoidales, y en la radio sonaba Marinela:

Veintitrés abriles
pesan en tu juventud,
los sueños de las niñas
en tus ojos mueren.

           «La escribieron para ti», me dice papá, ahora que tengo la edad de los versos, y me mira directamente a los ojos, deteniéndose un momento a raspar la piel del mortero.
         Escucho con total claridad cómo nuestra antigua casa me llama en silencio desde los cimientos, aunque el bus frene con estrépito al bajar la cuesta: ha cambiado el recorrido, me dice, ya no quema el acelerador cuesta arriba, sino que baja con ímpetu por la terminal, con los discos de freno rechinando antes de la curva cerrada del cruce. Ahora yo soy el papá preocupado: «¡vete con mil ojos con los coches al cruzar la calle!». Ahora yo soy el responsable de muchas cosas, incluso cuando:
         —¡El papel no se despega del muro ni de coña, compañero! —me dice el albañil, Ceodorís el SheriffSheriff porque por la mañana es policía de profesión y por las tardes se gana un dinero extra con cualquier trabajillo—. ¡Ah, sí, me acuerdo de vosotros! Con qué ganas lo pegasteis el viejo, tu hermano y tú con Glutolin, que se ha fusionado con el cemento, ¡como si fuera piel! ¿Pero tú qué pretendes sacar de esto, hijo, de esta basura con un pedacito de pared y algún ladrillo encima? ¿Se cae el muro de Berlín y lo quieres de souvenir en la esquina de la calle San Néstoros con Andrea Miauli?

Traducción y nota: NATALIA VELASCO URQUIZA


GEORGE GOZIS (Salónica, Grecia, 1970). Ha publicado dos antologías de relatos, dos novelas y un ensayo teológico. Además, ha participado en seis antologías de narrativa griega contemporánea. Algunos de sus textos han sido traducidos al albanés y al sueco. Parte de su obra ha sido adaptada y representada por el Teatro nacional del norte de Grecia.
George escribió ‘Contraprestación’ con motivo de la demolición de la casa donde se crio. Ahora en su lugar se alza un moderno edificio con muchísimas plantas. Poco antes de que la excavadora la echara abajo, puede ver la casa viva frente a él, gritándole en silencio. Un grito de desesperación. Se despide de ella pasando los dedos por las paredes, como una caricia en la piel de un ser querido en su lecho de muerte.
El relato se publicó por primera vez en 2013, en la revista literaria electrónica Diastixo (diastixo.gr).

Το κείμενο δημοσιεύθηκε στο ισπανικό ψηφιακό λογοτεχνικό περιοδικό El coloquio de los perros. Μπορείτε να το διαβάσετε εδώ: CONTRAPRESTACIÓN.